Carlos Tapia: al paisaje por la imaginación

Y fue en ese punto donde arrancó cronológicamente la obra pictórica de un joven turrialbeño y estudiante de arquitectura, uno que como tantos constructores de espacios antes que él, tienen en la disciplina bidimensional del soporte y el pigmento, del empaste o el pincel, una forma de indagación alterna al mundo tridimensional de los espacios construidos y habitables porque tales. Una obra que leída en la perduración histórica de su hacer en la plástica costarricense, puede verse sin desmerecerla, como inserta en la tradición esa del paisaje como tema nacional por excelencia, pero a la que él aporta sí un elemento si bien no inédito, fresco en su materialidad plástica y óptica.

Porque en Carlos se trata llanamente de paisajes urbanos y de internos pasajes, de íntimas habitaciones animadas como aquellas que bien recordamos de José Luis López, y que como aquellas son de un expresionismo inherente a sus espacios habitables, mas casi siempre habitados por presencias vivificantes en los objetos que se animan al paso de su pincel creador. Como en López Escarré, otra vez, en sus interiores a veces hubo personajes y ya no los hay, mas siguen habiendo gatos, esos tan felinos suyos que por sí solos ocupan un lugar en la animalística pictórica nacional.

Paisaje urbano y, por tanto, signado por la preponderancia del elemento humano, pero este no en tanto que figura que le habita como ausencia -¿otra reminiscencia de la “generación nacionalista”?- sino como aporte del presente diseño y de lo construido matérico, de lo artificial como mayormente expresivo de una época y de un país más urbano y menos nostálgico de un campo desconocido casi y por eso, para una generación entera como la nuestra, aunque provengamos de él como costarricenses.

Pintura del habitat urbano ciertamente, más de un habitar imaginado en su propia espacialidad ciudadana, porque es la imaginación la que configura su universo de figuras convexas, de su óptica cóncava y de su arquitectura fantástica, ecléctica infinita, plena de embotellamientos y perspectivas imposibles, como imposibles tantos de los espacios y los ambientes de M. C. Escher.
Porque como en el trabajo de Escher, hay en el de Carlos Tapia mucho de arquitectónico, pero en su caso de ese arquitecto que dejó en ciernes y atrás, pero que aún le habita hacia adelante; a diferencia del trabajo de aquel maestro, eso sí, en el de Tapia más que la línea en sí y la complejidad del dibujo como solución, es sin duda el color el principal estructurador de la espacialidad, un color fuerte y una pura paleta que recuerdan a Matisse en su pureza y al Pop Art en su audacia al mismo tiempo.

Tapia porque límite colórico, pintor de contrastes porque contrastante él mismo con su propio medio, donde se particulariza sin volverse parcela ni parcialmente envolverse en un único tema, explorador de ambientes vívidos, andariego de países y paisajes que están vivos aquí mismo, entre nos-otros los costarricenses, y entre todos aquellos que otros quieran compartir su universalidad conquistada. Paisaje pues no subordinado a tema alguno, paisaje sin conflicto romántico entre lo natural y lo humano, mas paisaje con arraigo y como continuidad de la tradición en la que nació inmerso, aunque hoy pueda confundirse su lectura en el obtuso panorama de la plástica actual.
He dicho de Carlos Tapia en otra ocasión, que personaje de sí mismo, posee una mirada felina, mirada que le permite ver una ciudad que nosotros no vemos sino por sus ojos de gato colorido, unos interiores arquitectónicos que no sabríamos ver si no fueran así mirados, fantásticos, un paisaje urbano y distinto, costarricense porque cosmopolita y onírico: un paisaje al que llegó por su imaginación, de tan pintada y tan rica mirada.

(Todas las fotografías, cortesía de Galería Valanti)