miércoles, 28 de diciembre de 2011

De lo rural a lo urbano:

Como arte que es, la fotografía tiene la particularidad de que, realizada por un creador, puede volverse también documento insobornable. Testimonio de época, hay entonces algunas imágenes que encierran en sí el apunte a veces, a veces el dato tal cual, que ninguna de las otras artes puede captar en su fugacidad, y que al mirarse luego, nos abren con absoluta frescura una veracidad teñida ya de atemporal.

Así, en manos de un artista, la cámara fotográfica puede ir más allá del arte mismo, para volverse además instrumento de registro de aquellos hechos históricos que, por diarios, se vuelven menos perceptibles como tales conforme avanza el tiempo, cuya pátina va cubriendo de cotidianidad lo que tuvieron de extraordinarios en su momento. Tales, por ejemplo, esos imperceptibles cambios que van dándose en las diferentes regiones geográficas y culturales, en los modelos productivos y en los estratos sociales, en la atención y en la visión que tiene un pueblo por y de sí mismo, y que son los que al fin y al cabo conforman su historia.

Caso extraordinario de ello, el itinerario vital de Francisco Coto, fotógrafo costarricense, es uno en el que su carrera profesional es prácticamente inseparable; uno del que la imagen mecánicamente captada ha dejado consciente constancia desde la juventud, y cuyo legado hoy puede leerse retrospectivamente como una historia gráfica de la Costa Rica de las décadas que van de 1940 a 1990. Cincuenta años pues, medio siglo de imágenes que, conforme al lugar común, van de océano a océano y de frontera a frontera dándonos idea de la transformación del idílico país que teníamos, a la contrastante nación que hoy tenemos, ambos, eso sí, vivos en el imaginario social compuesto y socialmente creado.

La Costa Rica que Francisco Coto comienza a retratar, es la de don León Cortés Castro y el doctor Calderón Guardia; una república patriarcal aún pero políticamente liberal ya sólo de un modo formal, y cuyo esquema social y productivo está evidentemente en crisis. Aquel es un país que está por dar un salto, un giro que no presiente siquiera, y en el que el peso de lo urbano con sus pros y sus contras, va a manifestarse a mediano plazo en todos sus ámbitos, impactando con ello muy fuertemente la cultura nacional.

Aquella era una Costa Rica que fijaba su atención esencialmente en la histórica Tiquicia, la mítica “isla de montaña” del llamado Valle Central, con su población blanca y mestiza, católica e hispanohablante, de pequeños y medianos propietarios agrícolas, de unos cuantos grandes propietarios y unas vastas peonadas a sus servicio; una sociedad donde lo rural no se distinguía mayormente de lo urbano más que en la ciudad capital, y eso sólo en el área central de su cuadrante, damero que conforme empezaba a ralear se volvía escenario bucólico otra vez.
Mas esa patria profunda en realidad, iba más allá del valle y allí va Coto a retratarla tan pronto como puede. Si de niño le fueron habituales las zonas rurales, donde comenzó su interés por ellas, de fotógrafo ya, va a volver por esas sendas con su cámara a cuestas; y entonces el centro urbano se prolonga en el campo que lo sustenta, en las montañas y volcanes que lo velan, en las llanuras que lo cercan y en las costas que lo bañan a lo lejos, y de todo aquello van surgiendo imágenes en las que la Costa Rica imaginada por el tico del centro, empieza a volverse también el país plural de los otros costarricenses: se va volviendo otras costas igualmente ricas.

No en balde, el artista participa personalmente en la guerra civil que va a envolverlas a todas cuando la crisis dicha estalla con violencia, un estallido del que nace un nuevo país, quizá ni mejor ni peor, pero claramente diferente. Costa Rica se diversifica así no solo política y económicamente, sino en todas las esferas que competen a su vida; algunos cambios se precipitan y otros suceden a paso más lento, pero todos tienen efectos en el imaginario social que se enriquece pese a las contradicciones de que aún es objeto. Y es ahí donde la labor del fotógrafo adquiere su mayor relevancia.

Pues Coto no sólo es el artista de estudio, espacio que le brinda subsistencia y renombre, sino que es también –y sobre todo, me atrevo a afirmar– el explorador de espacios hasta entonces inéditos para nuestra gente, es el cazador de instantes históricos que congela con suma perspicacia: la llanura y la costa pacífica del sur y del norte, el puerto caribeño en su desempeño, el trabajo de los campos y de los muelles, la electrificación en ciernes y el avance del automóvil como medio de transporte privado, la industria sin industrialización pero con trabajadores industriales, la ruralidad que sin retroceder mira a la ciudad que se verticaliza porque cree que así se moderniza frente a aquella… y por sobre todo y ante todo, la gente, los costarricenses en su multiplicidad étnica y sociológica, es decir, cultural: fotografía de rostro humano, de espacio habitado y en constante cambio vital.

Vitales también, por eso mismo, se vuelven sus autorretratos, estratos de un proceso profundamente humano que se va operando en el artista mismo conforme avanzan sus años, su carrera profesional y su circunstancia de hombre de acción, que todo en él es lo mismo. En ellos, vemos al fotógrafo, al artífice que trabaja con la luz revelándola entre sombras, junto a sus instrumentos de trabajo –las cámaras, los trípodes, su auto-estudio…–, aquellos en que se prolonga su persona y su creativa personalidad se desarrolla generosa para cuanto y cuantos le rodean.

Bien mirado, no puede ser de otra manera. Mirada tan certera como la suya, no puede si no provenir de un artista visual que enseña a mirar con su arte, que educa así, que sensibiliza frente a los hechos y sus personajes; y que lo hace precisamente porque ha educado y sensibilizado sus ojos y su ser todo para mirarnos con ellos tal cual fuimos los costarricenses de ese apresurado medio siglo del cual él es testigo de privilegio, y del que su inmenso trabajo artístico es testimonio privilegiado, documento insobornable por ello.

Mirada de medio siglo, mirada a la llamada “modernización” de Costa Rica, certero vistazo a lo que fue y a lo que ha sido un proceso histórico de múltiples escenarios y circunstancias sociales, gracias a los cuales la visión de la nación sobre sí misma se ha ensanchado, se ha vuelto poco a poco más inclusiva, se ha diversificado y ha visto que esa diversidad descubierta la enriquece, como enriquece todo lo humano cuando deja de sernos ajeno.

Por eso, el aporte de Francisco Coto a la cultura costarricense que hoy se pone de manifiesto en esta exposición retrospectiva, Cazador de Memorias, es invaluable. Porque las imágenes en que se plasma su legado artístico demuestran –por si pruebas de ello faltasen en la historia– que en efecto el arte fotográfico puede ir más allá del arte mismo, para volverse además instrumento de registro de aquellos hechos que, solo con el tiempo, podemos considerar testimonio de nuestro ser nacional en perenne fugaz movimiento.