Sobre la mascarada nuestra
Cada cien varas el baile se reanuda, la gente rodea la esquina, se abren las puertas y las ventanas de las casas, hay quien saca la cabeza por una tapia y el tránsito se paraliza. Los disfraces toman la calle y cunde el desorden. Todo el mundo sale a verlos, y muchos siguen con ellos. La música variada y movida, los ha hecho bailar frente al Palacio Municipal, frente a la Iglesia del lugar, y si salieron primero a la Plaza, a ella regresará más tarde el desfile, ahí también terminará. La cuadrilla la componen el terrenal policía, la muerte del más allá; a la moda hubo minifaldas en un tiempo y el exotismo fue un negro, que la bruja siempre ha sido nuestra; la presiden una pareja de gigantes aragoneses, y los súbditos son los chiquillos del pueblo, trajeados con mascaritas y colorines de burda tela, que van pegando también... mas sobre todos ellos reina, rey del mal en la fiesta, el diablo de rojos tonos chilillo en mano: es el mejor disfraz de todos.
Y aunque hay otros gigantes y cabezones, y todos van correteando y asustando a los peatones, ningún personaje causa tanta aprensión, como el que viene al final: es el toro guaco, y viene envistiendo, tanto, que se le han improvisado toreros: los valientes del pueblo; el que lo conduce viene ebrio, la gente le grita improperios por sus atropellos, es un grosero. Ha sido el primero en salir y será el último en llegar; los músicos se habrán ido ya, con él se cierra el recorrido, y cuando lo guardan, ya está: se acabaron los payasos, y todo el mundo a contar, las hazañas y percances vividos en las calles y aledaños, al acompañar fervientes la profana procesión. Tres nostálgicas bombetas la despedirán, hasta mañana a las tres, o hasta las próximas fiestas... De lo popular, es lo más parecido que tenemos los ticos a un carnaval, y como tal, al final la mascarada deja siempre un sinsabor: uno quisiera que se prolongara tanta alegría, tanto color, sabor de ancestros. Pues de claro origen colonial -siglos XVII/XVIII- la mascarada, los payasos, los mantudos, los disfraces -todas formas de llamarle en Costa Rica- son una genuina expresión del mestizaje indoespañol que es la base, de la cultura popular tradicional costarricense. Nacidas como fueron al calor de las cristianas fiestas patronales de nuestras villas y pueblos, se dieron por todo el Valle Central, pero hubo focos de importante irradiación que van de la oriental Puebla de los Pardos, en el Cartago colonial, al más occidental y cercano pueblo de Escazú, donde aún existe por fortuna, como en otros pueblos nuestros, tan hermosa tradición.
FIN (con música de cimarrona)
(Texto aparecido originalmente en la Revista Nacional de Cultura, N° 48, Agosto del 2004, págs. 43/45. Las ilustraciones a color que lo acompañan son del destacado artista costarricense Hernán Arévalo.)
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