jueves, 28 de mayo de 2009

Monseñor B. A. Thiel, o el renacimiento de un renacentista en Costa Rica

En su acepción usual, el término “Renacimiento”, devenido de la expresión italiana rinascita, significa e implica la acción de re-nacer, esto es, de volver a la vida. Al parecer, el primero en utilizarlo fue el gran Giovanni Petrarca, poeta cristiano que en su dulce búsqueda de lo nuevo, se encontró de frente, nada amargo, frente a la vieja herencia de lo grecorromano.

Revalorada la palabra por el teórico Giorgio Vasari, ésta derivó, en el mismo momento histórico en que tenía lugar el acontecimiento, en el italiano Rinascimento para caracterizar al movimiento que en el siglo XVI, determinó una nueva concepción del hombre y del mundo, fruto de la difusión de las ideas del humanismo, que unía al cristianismo con la cultura clásica.

Así, curiosidad desprejuiciada, la del hombre renacentista todo lo abarcaba: eran filólogos y filósofos, poetas y prosistas, pintores y escultores, científicos y traductores, ingenieros y arquitectos, músicos y astrónomos, descubridores y conquistadores, hombres de iglesia y de guerra, santos y pecadores… en fin, humanos a quienes nada humano les era ajeno. Época magnífica pues, se ha dicho luego que antes y después, ha tenido réplicas en la historia de Occidente, y ¿por qué no -pregunto hoy yo- incluso más recientemente?

Y me lo he preguntado desde hace años ya, cuando estudiando la historia patria me encontré con la figura magnánima de un señor que obispo, más parece bien visto, un príncipe del Renacimiento italiano aquel, un hombre cuya curiosidad nos remonta al siglo XVI, al humanismo puro porque cristiano, no importa cuán profano su múltiple interés. Ese es para mí, Monseñor Bernardo Augusto Thiel, pastor del nacional rebaño tras la primera vacante que dijera su intenso cuanto extenso biógrafo, Monseñor Sanabria, que tanto se inspirara en él.

Por eso no es de su biografía, de sobra conocida o al menos accesible, que voy a compartir con ustedes esta noche; sino de lo inédito hasta ahora de su obra, de lo complejo y completo de su documentada vida de Obispo, que es lo que el libro de Ana Isabel Herrera Sotillo trae de nuevo de allá: no del olvido ciertamente, pero sí de los archivos que tan bien conservan vivo, ese extraordinario acervo vital del más vital de los católicos pastores que este país ha tenido, insisto. Y lo hago porque quien lea la obra referida, se dará cuenta nomás empezar, de esa vitalidad, al parecer sin límites, que parece inspirar la insuperable inquietud del Obispo, no sólo por la salud espiritual del pueblo a él encomendado, sino también por todo cuanto a ese pueblo competía en tanto que grupo humano.

De entrada, ofrece el texto una reseña biográfica de Thiel por el doctor Juan Carlos Solórzano, que pone de relieve su histórica figura relevante de por sí, mientras coloca en su justo lugar historiográfico el trabajo de erudición compiladora de Ana Isabel Herrera. Luego, encontrara expuestos los motivos humanísticos de la autora, para adentrarse en tan ardua como extensa tarea de ubicación, transcripción, ordenamiento y edición de los cientos de viejos pliegos, que pueblan los piélagos de la memoria de papel que son estos fundamentales documentos.

Una vez llegado a ellos, verá el lector -de frente o en escorzo- a Monseñor Thiel de cuerpo entero y de alma lleno, entregándose a la labor prodigiosa para sus condiciones y su tiempo, de ordenar la diócesis completa en su compleja geografía; de suscitar la ira de los gobernantes liberales por ser la social voz de los sin voz, y clamar por la justicia; estudiar el pasado en los eclesiales documentos, para crear noticia demográfica de nuestro pueblo más allá de la estadística; llevar el evangelio de viva voz a los pueblos indígenas del interior, y para eso estudiar sus lenguas precolombinas; reconstruir y publicar la historia de la Iglesia en Costa Rica a partir de fragmentos cuidadosamente hilados porque aislados; pero ante todo y sobre todo, re-correr, viajar sin excepción y por los medios que fuera, el territorio de la República toda en sus prolongadas cuanto dificultosas visitas pastorales, objeto y fin de este voluminoso y valioso trabajo.

Y es ahí donde se despliega, ante quien se atreva a desplegar estos pliegos tan bien publicados por la Editorial Tecnológica de Costa Rica -en un acierto más de su ya extensa labor cultural-, toda la riqueza en que se aprecia la inquietud intelectual de aquel hombre magnífico. Las crónicas, muchas de su mismo puño y letra, detallan de cada iglesia, capilla, ermita u oratorio visitado, todo: desde los ornamentos consagrados o no, hasta los aciertos y desaciertos de su estado o de su arquitectura, de la que el señor Obispo se muestra también conocedor. Y lo mejor: junto de aquellas construcciones materiales, nos deja agudas observaciones de la construcción social que las respalda, de los pueblos que les dieron vida o empezaban apenas a dársela; deja constancia de las actividades económicas y productivas de sus habitantes, de sus costumbres religiosas en sus vicios y virtudes, de la topografía o el clima que las acoge, comunidades en ciernes o ya consolidadas. Mas su curiosidad re-nacentista trasciende a su vez.

De los libros parroquiales que encuentra, alaba o reclama el padre responsable, el orden o las faltas con que los lleven sus putativos hijos; a cuanto lugar llega introduce o refuerza el Catecismo, la Primera Comunión, la Confirma y cuanta práctica religiosa u organización social considerase pertinente a la salud de su grey espiritual: no se le escapaba detalle al Obispo. Aquí, que la custodia debe componerse, que se dore el cáliz de nuevo, que se renueven las blancas ropas para el servicio de la misa, que se cierre bien el atrio para que los animales no entren, y que tal señor cura lleve una vida ajustada a los santos cánones, sin permitirse licencia alguna… allá, que se haga el toque de campanas al Ángelus, que se someta a precepto el amancebamiento de algunos, que se organice de una vez la junta edificatoria de tal iglesia, y que se ataje con firme diplomacia y sabia prédica, al protestantismo en creces.

En esos viajes apostólicos en mula o a caballo, Monseñor humano, a veces se cae; navegando, se distrae en la belleza del paraje natural que lo circunda junto a sus acompañantes; si a pie y hay que abrir trocha, no le tiembla la mano para tomar el machete y abrirse la propia; igual duerme en la casa de un gamonal si es pueblo, que en la de un hacendado si es campo lo que toca, pasa la noche igual en un palenque indígena, que a la vera de una gran roca donde la noche topa a su comitiva. Porque lo que no se cuestiona nunca el humanista, es el objetivo de su comisión eclesial y su misión evangelizadora: llevar adonde corresponda, la palabra de Dios.

Para ello, igual cruza en bamboleo Su Ilustrísima puentes de hamaca, que viaja en tren, así estén a punto de quemársele sus galas de prelado, por haberle en mala suerte tocado viajar en el carro de la leña y cerca de la hornilla del carbón… porque nada, nada ni siquiera el destierro aconsejado e impuesto por el feroz guatemalteco Montúfar -que la índole de nuestro liberalismo siempre fue otra-, fue capaz de frenar el ímpetu apostólico del señor Obispo. Su salud, sin embargo, sí parece haberse resentido de tanto y tanto trajín como el aquí narrado y del que da buena cuenta la obra que reseñamos; y quizá por eso mismo, nos dejo joven aún y huérfanos todavía, Su Señoría Ilustrísima Monseñor Thiel, en 1901.

Por eso su legado escrito, amplio y variado como su curiosidad de santo prelado, se adentró pionero además en los campos científicos de la historia, la etnografía, la arqueología, la demografía, la geografía y en lo que hoy denominamos de modo muy general, los estudios culturales: porque quienes busquen en estas páginas cargadas de vida, vívidos testimonios, los encontraran también de culinaria y de arquitectura, de las mentalidades y las costumbres, de las estructuras sociales y de las creencias religiosas, y así de tantas otras cosas de los grupos humanos con que entró en contacto el Obispo, y que por humanos, no le fueron ajenos jamás en lo absoluto.

Es por todo lo dicho, que en mi opinión la obra del hombre renacentista que fue Monseñor Thiel, re-nace hoy para nunca más dejar a los costarricenses, como nunca más nos dejó ayer a los occidentales la antigüedad grecorromana, ni su judeocristiana continuidad. Y que esa labor extraordinaria, humanista otra vez porque cristiana y profana a la vez, hemos de reconocer, se la debemos a Ana Isabel, que en su erudito acierto tanto como en su aplicada fe, pone a disposición del público costarricense lo que de público dominio debería y, a partir de ahora, debe ser: el viejo testimonio y el testamento nuevo de este señor que obispo, fue príncipe de nuestra Iglesia porque la hizo re-nacer, y fue también príncipe del Renacimiento en espíritu inquieto y en activa devoción, en combativa posición y en constructiva acción; un hombre para quien no hubo barreras ni fronteras que no fueran dignas de cruzar una y otra vez, para llevar a su rebaño la buena nueva de su creencia y de su Iglesia, la ley.

Quedan pues publicadas de una vez, las epístolas y andanzas de este apóstol en que, de la suya o por interpósita mano, expone él los hechos por los que es y será juzgado por la posteridad, que de su alma pura ya habrá dado sana cuenta el Creador. Queda en nosotros hoy utilizarlos como lo que son, hacer re-nacer con ellos nosotros también, parte del pasado que encierran, libro abierto hacia el mañana, legajo hacia lo por-venir… como seguramente hubiese hecho con obra semejante, el mismo Monseñor Bernardo Augusto Thiel.

(Texto leído en la presentación del libro Monseñor Thiel en Costa Rica. Visitas pastorales 1880-1901, el 25 de mayo del 2009 en el Centro Cultural de México.)

viernes, 22 de mayo de 2009

Cantón de Mora: iglesias, ermitas y memoria

Costa Rica, último cuarto del siglo XIX. Ante la embestida legal y urbana del Estado Liberal, la Iglesia Católica responde vigorosamente con la evangelización rural. En un primer momento, la obra sucesiva de los Obispos Bernardo Augusto Thiel (1880-1901) y Juan Gaspar Stork (1904-1920), no sólo va a reflejarse en la estructuración de nuevas parroquias, sino también en la construcción o renovación de sus iglesias, ermitas y oratorios, sobre todo en los nuevos frentes de colonización agrícola que se abrían trás la expansión del cultivo del café.

En el Valle Central, uno de esos frentes, pasando por Escasú y por Pacaca -según su grafía original-, se extendía hacia el suroeste de San José hasta Puriscal y Turrubares para acercarse al Pacífico, y que en su avance humano dejaría también testimonio material de la católica fe de los caseríos y pueblos que avanzaban a su vez.

Para centrarnos sólo y por ahora en el Cantón de Mora, aquel fenómeno se inició precisamente hace un siglo, cuando quedó terminada la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles de Piedras Negras y se le declaró parroquia (1909). Le seguiría, con toda seguridad, la del distrito de Picagres, ambas en mediano estado de conservación y a la espera de ser puestas de nuevo en valor.

Caso aparte, aunque parte del mismo impulso constructor es la iglesia de Jaris, tan valiosa como apenas conservada, y que requiere urgente de una consolidación estructural al menos exterior, antes de proceder a su restauración: que la merece de sobra. Otra es una ermita ubicada en la antigua Hacienda El Rodeo, rodeada de la belleza del paisaje natural que ahí se conserva tan bien como lo hace está pequeña joya arquitectónica.

Pero además de las dichas iglesias, hay otros dos oratorios dignos de mención, aunque quizá de más tardía época de construcción (década del veinte): el de Balsilla, en el límite con Atenas; y el de Llano Grande ya hacia el sur puriscaleño, aunque opacado por una bella y más formal iglesia de factura posterior -años cincuenta o sesenta como máximo-.

Mas con excepción de este último oratorio, bien conservado pero apenas distinguible al lado del templo, comparten las seis edificaciones religiosas dichas, rasgos arquitectónicos del llamado "estilo victoriano" propio de fines del siglo XIX y principios del XX. Por eso predominan en ellas la tablilla de madera y el hierro galvanizado laminado como materiales de construcción, combinados con algunos modestos gestos del neogótico en puertas, ventanas y bóvedas; y que, apropiados por nuestros constructores, dieron como resultado la versión criolla de esa arquitectura de origen inglés, que tanto colorido brinda a estos y otros parajes del Valle Central.

Y es que esa apropiación cultural precisamente, sumada a su valor plástico, a su antigüedad y al hecho de ser testimonio de la fe de quienes las construyeron ayer y las mantienen hoy en pie, hacen de esos hermosos edificios bienes patrimoniales de valor histórico-arquitectónico cantonal, regional y nacional, y de cuyo mantenimiento somos responsables por eso todos los costarricenses, empezando, claro, por los habitantes del cantón que las alberga.

Si se consulta atento un mapa de la zona y se planifica bien la ruta, basta un vehículo de doble tracción para recorrerlas todas en un día. En el circuito se podrá apreciar así su belleza arquitectónica y se paseará por su historia social y religiosa, que es la historia de un cantón ayer apenas agrícola… como lo fue toda Costa Rica; un país que se construyó con el trabajo y la fe de sus gentes sencillas, y de la que estos edificios del Cantón de Mora, son tangible memoria.